Eso decía
siempre mi abuelo Juan. Una de sus muchas e inestimables enseñanzas. No en vano
pasaba más de cuatro meses al año en el pueblo con mis abuelos; entre verano, Semana
Santa, Semana Blanca, Navidades, fines de semana y fiesta de guardar tuve la
gran suerte de disfrutar de ellos y, sobre todo, de que ahora su recuerdo inunde mi
presente como un remanso ambiguo de paz y melancolía.
De mi
abuelo Juan heredé el defecto de fábrica de reírme hasta cuando las
circunstancias no lo aconsejan, por ejemplo, por miedo, o cuando la vida te
indica que hagas lo contrario. Me contaba por las noches, junto a mi abuela
Cándida —una de las mujeres más honestas que he conocido—, cómo vivieron la
Guerra. Cómo huyeron hacia Valencia, en la espantá (aunque los medios se empeñen en llamarla Desbandá), sin nada más que beber que el agua de
lluvia que se acumulaba en sus propias huellas o arriesgando sus vidas por
robar una naranja de un huerto, custodiada por escopetas con dueño.
Cómo se escondían de las bombas, al sonar las sirenas, en los propios boquetes
que ellas mismas hacían, seguros de que la probabilidad de un doble impacto perfecto
era infinitamente menor que cualquier otra opción. Como un avión, La Pava, por
el ruido lento y monótono que aterrorizaba a la propia noche, los visitaba
eventualmente para recordarles dónde estaban, lanzando susurros de muerte cada
vez que liberaban una andanada. Cómo el impacto de una bala en la carne se
siente como si te mordiera una avispa —que muerden—, y te mueres sin darte
cuenta cuando vas huyendo con tu hijo en brazos.
Me crie
oyendo contar a mi abuelo Pepe, junto a mi abuela María —una de las mujeres más
valientes que he conocido— que perdió 7 años de su vida entre la mili y la
Guerra, cómo los cadáveres formaban montañas que algunos escalaban para huir en la espantá (que no es el nombre del ataque por tierra, mar y aire en la carretera hacia Almería, como también aseguran algunos medios, la espantá fue la huida en sí), o cómo mataron al hijo de una vecina que había sido acusado sin motivo
para que esa mujer “pudiera sentir lo que es perder a un hijo injustamente”. De
mi abuelo Pepe heredé el rictus serio y la capacidad de absorción en ciertos momentos que contrasta
enormemente con otras herencias.
Mis
abuelos contaban esas historias sin afectación, como si fueran verdades a
medias, quizás realidades soñadas. Pero siempre, al acabarlas, ocurría lo
mismo. Por unos segundos, miraban a un punto indefinido y callaban como si la
muerte todavía rondara cerca, con el respeto del silencio por los que deberían
estar. Nunca se les fue el miedo del todo, aunque como todos los héroes de las
Guerras, aprendieron a vivir con él.
Me crie
mamando esas historias, no me hace falta que nadie me las cuente en la noticias.