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domingo, 7 de mayo de 2017

Para morirse solo hay que estar vivo

Eso decía siempre mi abuelo Juan. Una de sus muchas e inestimables enseñanzas. No en vano pasaba más de cuatro meses al año en el pueblo con mis abuelos; entre verano, Semana Santa, Semana Blanca, Navidades, fines de semana y fiesta de guardar tuve la gran suerte de disfrutar de ellos y, sobre todo, de que ahora su recuerdo inunde mi presente como un remanso ambiguo de paz y melancolía.
De mi abuelo Juan heredé el defecto de fábrica de reírme hasta cuando las circunstancias no lo aconsejan, por ejemplo, por miedo, o cuando la vida te indica que hagas lo contrario. Me contaba por las noches, junto a mi abuela Cándida —una de las mujeres más honestas que he conocido—, cómo vivieron la Guerra. Cómo huyeron hacia Valencia, en la espantá (aunque los medios se empeñen en llamarla Desbandá), sin nada más que beber que el agua de lluvia que se acumulaba en sus propias huellas o arriesgando sus vidas por robar una naranja de un huerto, custodiada por escopetas con dueño. Cómo se escondían de las bombas, al sonar las sirenas, en los propios boquetes que ellas mismas hacían, seguros de que la probabilidad de un doble impacto perfecto era infinitamente menor que cualquier otra opción. Como un avión, La Pava, por el ruido lento y monótono que aterrorizaba a la propia noche, los visitaba eventualmente para recordarles dónde estaban, lanzando susurros de muerte cada vez que liberaban una andanada. Cómo el impacto de una bala en la carne se siente como si te mordiera una avispa —que muerden—, y te mueres sin darte cuenta cuando vas huyendo con tu hijo en brazos.
Me crie oyendo contar a mi abuelo Pepe, junto a mi abuela María —una de las mujeres más valientes que he conocido— que perdió 7 años de su vida entre la mili y la Guerra, cómo los cadáveres formaban montañas que algunos escalaban para huir en la espantá  (que no es el nombre del ataque por tierra, mar y aire en la carretera hacia Almería, como también aseguran algunos medios, la espantá fue la huida en sí), o cómo mataron al hijo de una vecina que había sido acusado sin motivo para que esa mujer “pudiera sentir lo que es perder a un hijo injustamente”. De mi abuelo Pepe heredé el rictus serio y la capacidad de absorción en ciertos momentos que contrasta enormemente con otras herencias.
Mis abuelos contaban esas historias sin afectación, como si fueran verdades a medias, quizás realidades soñadas. Pero siempre, al acabarlas, ocurría lo mismo. Por unos segundos, miraban a un punto indefinido y callaban como si la muerte todavía rondara cerca, con el respeto del silencio por los que deberían estar. Nunca se les fue el miedo del todo, aunque como todos los héroes de las Guerras, aprendieron a vivir con él.
Me crie mamando esas historias, no me hace falta que nadie me las cuente en la noticias.